A Rafael
Ahora vas a paso lento a una quinta de casas pre fabricadas y de triplay para anunciar la mala nueva. Ahora tienes miedo, miedo de cómo reaccionarán. Ya no sientes ese placer sádico de oír gemir a la gente, por tu mente ya no se te cruza pasar el tiempo en las esquinas con las flaquitas de tu barrio que no pasan de los dieciséis años pero con la edad suficiente para darles un rico cache y que giman como gatas en plena metida que siempre oyes en las noches en tu techo.
¿Por qué yo?, piensas mientras te acercas a la puerta principal de la quinta. Dices que no es justo que sin derecho a votación te elijan para decir la noticia. Siempre te agarran para eso, como tienes buena labia al toque te señalan y tú, como huevón, no puedes decirle que no al jefe.
Aún recuerdas esa escena terrorífica: sangre en la cabeza, el cuerpo en el piso, bocabajo. Sí, esa misma escena que al mismo tiempo te producía éxtasis, y mejor si le añades tu coca para elevar la experiencia. Caminas entre los niños que juegan a la pelota o con sus pistolitas de juguetes a los policías y ladrones siguiendo en tu mente la imagen desgarradora, ver que no eres intocable, que ni Dios ni Sarita Colonia lo pudo proteger. Piensas que él se jodió la vida por sí solo, que nadie lo obligó a juntarse con ustedes, que él decidió ayudarlos para recoger mercancía en el barrio rival. Juraron que lo iban a proteger, le dijeron miles de veces que no le pasaría nada, que si estaba con ustedes estaba con Dios, que la policía no se enterará de esto; le dijeron los riesgos de la misión y él aceptó.
No es tu culpa, piensas estando frente a la casa.
Ahora tienes miedo. Ya se fue aquel sádico que le excitaba matar gente, aquel devoto protegido por Dios, en el que su grupo está protegido por una mano divina. Ahora ya sabes que aquel relato lejano de la muerte llegó: pisaste tierra.
Como un niño que teme decir la verdad de que ha roto algo tocas la puerta con nerviosismo, a los segundos te abre, sale del cuarto una mujer de unos cincuenta, te mira, sabe quién eres, pregunta qué es lo que quieres, te quedas en silencio por unos minutos, recordando lo que te dijeron y cómo decirlo. Tienes miedo. La seño’ pregunta por su bebé, sientes algo en el pecho: se llama culpa. No lo aguantas y lo dices de frente:
-Su hijo ha muerto
Antes que ella responda te fuiste sin antes decirle sus respectivas condolencias, te vas rápido del lugar, tapándote con la gorra y antes de pisar la calle oyes el grito desesperado de una madre que perdió a su hijo, ves a los vecinos correr en dirección a la casa, miras de reojo la escena que acabas de cometer y con total remordimiento te largas cuan rata de desagüe, llorando en silencio.
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